lunes, 8 de junio de 2009

La fiebre de los chanchos


La gripe mexicana, gripe porcina, H1A1 o influenza A es una auténtica epidemia contemporánea: una epidemia mediática, mucho más virtual que real, mucho más amenaza que certeza, con su guerra de nombres por delante.


S
i me decidiera por fin a tratar de contar la degradación de la Argentina actual, iría a buscar ese edificio de Belgrano.

Los vecinos de un edificio de departamentos de Belgrano detectaron que una nena, hija de un escribano que vive o vivía en uno de sus departamentos estaba enferma de la fiebre chancha. Entonces convocaron a una reunión urgente de consorcio en la que decidieron –supongo que por mayoría, quién sabe por unanimidad– exigir a la familia de la nena que abandonara de inmediato el edificio. “No queremos que toquen los picaportes de la puerta de entrada, ni compartir pasillos y ascensores con ellos”, dijeron los vecinos, y, ante la presión, el escribano y los suyos se rajaron.

La gripe mexicana, gripe porcina, H1A1 o influenza A, es una auténtica epidemia contemporánea: una epidemia mediática, mucho más virtual que real, mucho más amenaza que certeza, con su guerra de nombres por delante. El mundo, últimamente, tiene de ésas: desde la última gran epidemia global real, el sida, han aparecido varias postulantes –y ninguna termina de confirmarse en la práctica pero todas tienen su minuto de fama. En el que varios ganan: los medios ganan, los laboratorios ganan, incluso los gobiernos ganan. No digo que todos ellos lo hagan a propósito para ganar; digo que ganan. Los medios ganan ventas, rating, atención; los gobiernos ganan la posibilidad de mostrarse atentos vigilantes preocupados eficaces; los laboratorios ganan mucha mucha plata.

Hay quienes piensan –siempre hay malpensados, decía mi abuela, hasta que se enteró de aquel refrán que reza: piensa mal y acertarás– que los laboratorios que producen supuestos remedios para estas supuestas epidemias ganan tanto que es difícil imaginar que no hagan un pequeño esfuerzo para que el mundo crea que existen.

Tamiflu, de Roche, por ejemplo, se vendió como pan caliente –como milllones y millones de panes calientes– gracias al miedo a la dizque gripe. Que ya lleva dos meses trabajando a pleno y resulta un fracaso.

Según el informe de la OMS del viernes pasado, la fiebre antes conocida como chancha ha causado en todo el chancho mundo 21.940 casos –de los cuales 11.054 en Estados Unidos y 5.563 en México– y 125 muertes –103 en México y 17 en Estados Unidos, demostrando que, como a toda dolencia, la favorecen los ambientes pobres. Su índice de mortalidad comparado con casi cualquier otra enfermedad es una bicoca y su grado de amenaza para la supervivencia del género es un chiste en un mundo donde se mueren a causa del hambre y la malnutrición 25.000 personas por día.

Frente a esas cifras, la fiebre ex chancha es un chiste malo, aunque eso no es nuevo: frente a esas cifras –que nos importan tan poco– cualquier cosa se parece a un chiste malo, pero el hecho de que los gobiernos los medios las personas se pongan como se ponen por una enfermedad, intolerable que lleva 125 víctimas en dos meses es un chiste malo de un gusto complicado. Y se hace más chiste en la Argentina porque, por una de esas casualidades patrias, la ex chancha es, aquí, un mal de ricos. Basta con ver la lista de los colegios que cerraron: privados los más, casi todos en los barrios caros, varios de ellos superexclusivos. La enfermedad plagada de nombres es, en ese sentido, lo contrario del sida, una peste que se encarnizó con los márgenes de la sociedad, homosexuales, drogadictos, presos. Aquí la tan nombrada, en cambio, se ha instalado en el centro: hasta ahora, la causa más habitual de contagio –o miedo del contagio– ha sido el viaje a Disney.

Tan en el centro está que provoca reacciones bien del centro: el edificio de Belgrano. Gente educada, más o menos rica, que podría informarse fácilmente e incluso pensar, pero que se dejó ganar por los medios, los miedos, la ignorancia y decidió que su supervivencia –que nunca estuvo seriamente amenazada– era más importante que cualquier otra consideración.

Debe de haber entre ellos muchas buenas personas, amorosos padres de familia, esposos dedicados, cristianos legítimamente preocupados por el sufrimiento de sus prójimos, patrones comprensivos, empleados cumplidores, pero, en el efecto colectivo, conforman un grupo de hijos de mil putas ratas egoístas a los que sólo les importa su pequeña parcela de bienestar personal por encima de cualquier otra cosa: tanto que son capaces de aceptar que son una manga de hijos de mil putas ratas egoístas a cambio de preservar esa parcela. Es un caso curioso, extremo de segurismo: de esta idea de que todos los males vienen de afuera y que todo lo que viene de afuera es malo mientras no se demuestre lo contrario, y que la mejor respuesta es encerrarse, amurallarse, cortar los vínculos con el espacio público.

Yo creo que esos señores merecen un castigo: que se haga pública su dirección –y si acaso sus nombres– y que podamos, cada vez que pasamos por delante de su plaza fuerte amurallada, mirarlos con el desprecio que tan bien se han ganado. Digo: que se hagan cargo de sus actos. Y que todos los demás también lo hagamos: las ratas nunca viven mejor que en los buenos basurales.

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